viernes, 28 de junio de 2024

Elegía a la muerte de un perro

La quietud sujetó con recia mano

al pobre perro inquieto,

y para siempre

fiel se acostó en su madre

piadosa tierra.

Sus ojos mansos

no clavará en los míos

con la tristeza de faltarle el habla;

no lamerá mi mano

ni en mi regazo su cabeza fina

reposará.

Y ahora, ¿en qué sueñas?

¿Dónde se fue tu espíritu sumiso?

¿no hay otro mundo

en que revivas tú, mi pobre bestia,

y encima de los cielos

te pasees brincando al lado mío?

¡El otro mundo!

¡Otro… otro y no éste!

Un mundo sin el perro,

sin las montañas blandas,

sin los serenos ríos

a que flanquean los serenos árboles,

sin pájaros ni flores,

sin perros, sin caballos,

sin bueyes que aran…

¡el otro mundo!

¡Mundo de los espíritus!

Pero allí ¿no tendremos

en torno de nuestra alma

las almas de las cosas de que vive,

el alma de los campos,

las almas de las rocas,

las almas de los árboles y ríos,

las de las bestias?

Allá, en el otro mundo,

tu alma, pobre perro,

¿no habrá de recostar en mi regazo

espiritual su espiritual cabeza?

La lengua de tu alma, pobre amigo,

¿no lamerá la mano de mi alma?

¡El otro mundo!

¡Otro… otro y no éste!

¡Oh, ya no volverás, mi pobre perro,

a sumergir los ojos

en los ojos que fueron tu mandato;

ve, la tierra te arranca

de quien fue tu ideal, tu dios, tu gloria!

Pero él, tu triste amo,

¿te tendrá en la otra vida?

¡El otro mundo!…

¡El otro mundo es el del puro espíritu!

¡Del espíritu puro!

¡Oh, terrible pureza,

inanidad, vacío!

¿No volveré a encontrarte, manso amigo?

¿Serás allí un recuerdo,

recuerdo puro?

Y este recuerdo

¿no correrá a mis ojos?

¿No saltará, blandiendo en alegría

enhiesto el rabo?

¿No lamerá la mano de mi espíritu?

¿No mirará a mis ojos?

Ese recuerdo,

¿no serás tú, tú mismo,

dueño de ti, viviendo vida eterna?

Tus sueños, ¿qué se hicieron?

¿Qué la piedad con que leal seguiste

de mi voz el mandato?

Yo fui tu religión, yo fui tu gloria;

a Dios en mí soñaste;

mis ojos fueron para ti ventana

del otro mundo.

¿Si supieras, mi perro,

qué triste está tu dios, porque te has muerto?

¡También tu dios se morirá algún día!

Moriste con tus ojos

en mis ojos clavados,

tal vez buscando en éstos el misterio

que te envolvía.

Y tus pupilas tristes

a espiar avezadas mis deseos,

preguntar parecían:

¿Adónde vamos, mi amo?

¿Adónde vamos?

El vivir con el hombre, pobre bestia,

te ha dado acaso un anhelar oscuro

que el lobo no conoce;

¡tal vez cuando acostabas la cabeza

en mi regazo

vagamente soñabas en ser hombre

después de muerto!

¡Ser hombre, pobre bestia!

Mira, mi pobre amigo,

mi fiel creyente;

al ver morir tus ojos que me miran,

al ver cristalizarse tu mirada,

antes fluida,

yo también te pregunto: ¿adónde vamos?

¡Ser hombre, pobre perro!

Mira, tu hermano,

ese otro pobre perro,

junto a la tumba de su dios, tendido,

aullando a los cielos,

¡llama a la muerte!

Tú has muerto en mansedumbre,

tú con dulzura,

entregándote a mí en la suprema

sumisión de la vida;

pero él, el que gime

junto a la tumba de su dios, de su amo,

ni morir sabe.

Tú al morir presentías vagamente

vivir en mi memoria,

no morirte del todo,

pero tu pobre hermano

se ve ya muerto en vida,

se ve perdido

y aúlla al cielo suplicando muerte.

Descansa en paz, mi pobre compañero,

descansa en paz; más triste

la suerte de tu dios que no la tuya.

Los dioses lloran,

los dioses lloran cuando muere el perro

que les lamió las manos,

que les miró a los ojos,

y al mirarles así les preguntaba:

¿adónde vamos?

Miguel de Unamuno


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